Extracto 1

 

Al decirle adiós las piernas no le obedecieron. No querían moverse de allí, como si le acabasen de quitar unas escayolas invisibles y las articulaciones estuviesen rezongonas. Cuando por fin echaron a andar fue como si lo hiciesen por vez primera, los pasos desacompasados. Recordó tener más coordinación cuando gateaba.

En el camino de regreso, desconcertado por las piernas rebeldes, y apenado por no poder haber charlado con ella, ni estrecharla en un abrazo, dudó, si, quizá, debió esperar a que se fuesen los compañeros que la aguardaban para invitarla a tomar algo.

Intentó, cuando la alegría bajó la guardia, estar contento, en parte porque su situación era buena, pensó que ella querría eso, por antecedentes, aun el queriendo otra cosa.

Y ese incipiente bienestar quedó anulado por una tristeza extraña, ajena a la propia, traída de otro lado, similar al frío helado y nuevo que se suma al que ya se siente cuando arrebujado dentro del chambergo volteas una esquina.

Esa tristeza es peor que la propia. La tristeza propia se asume, se conoce. Esa tristeza sobrevenida le resultó desoladora.  Ese pensar repentino, casi una certeza, sin motivo aparente, de que quien quería podía estar apenada o enojada, bajo ese manto de animosidad -igual que su alegría primera de verla cubierta de seriedad- como si hubiese producido un roto, un vacío, o duda, por su comportamiento o por otra circunstancia.

Una pena punzante y honda, distinta, no provocada por nada tangible, y sin saber cómo remediarla.

No le encontraba explicación, ella estaba allí charlando y conduciendo el evento animadamente con su gente.

Entonces se le figuró que tal vez sus tercas y leales piernas, sabían más que él mismo,  y así sólo respondían a lo que él realmente quería. Sapientes columnas asentadas en la parte de inconsciente.

Poco después se encontró con un concierto de música al aire libre que le amainó y despejó, y que le hizo confiar en que lo conociera lo bastante para saber porque había ido a verla.